Fotohistorias

lunes, 21 de noviembre de 2011

RONDA






Cómo en Córdoba, la sensación es de haber soñado este lugar antes. Un lugar diseñado para el amor perfecto, ese que es peligroso como el veneno de la víbora que habita por la serranía. Puede, incluso,que los cimientos de la ciudad los pusiera la mísmisima bicha, excavando su refugio invernal en la roca caliza...



lunes, 6 de diciembre de 2010

Los Indios





Las inclemencias del tiempo hacen cambiar los planes para el puente, adiós a la excursión por la nieve. Sin embargo no todo está perdido, dos días paseando con Edu por el pueblo llenan la cabeza de recuerdos infantiles. Recuerdos de cuando éramos verdaderos indios.


Mirábamos a los adultos como si fueran vaqueros. Tan limpios y blancos (todavía no habían llegado los rumanos), serios, de mirada desafiante y con el cigarro semicaído entre los labios mientras entraban y salían de los bares. En puentes como estos podíamos pasar toda la tarde buscando aventuras por los campos. Hacer ganzúas con alambres aplastándolas en las vías del “caballo de hierro”, prediciendo su llegada poniendo el oído sobre el metal, e incluso haciendo descarrilar a la bestia inmunda colocando piedras en los raíles. Rara vez, como en las películas, conseguíamos nuestro objetivos (menos mal). Pero nunca nos dábamos por vencidos y seguíamos surcando los campos como nómadas, que tan solo obedecían la norma de llegar a casa para cenar, y no siempre.

Aquel día habíamos dejado los caballos en casa, y andabamos por los bosques del Camino de la Trocha. Encontramos una oveja en muy mal estado, con parte de la lana arrancada a girones de la piel, probablemente por coyotes, y la boca abierta, muerta de sed. Estaba atada a un árbol. La desatamos con una navaja. Aunque las armas de fuego eran de uso exclusivo para el hombre blanco, a nosotros nos estaba permitido, dentro de ciertas restricciones legales, un cuchillo de pequeñas dimensiones. Liberar a la cabeza de ganado, no sólo era un civilizado acto ecologista, también pretendía que nuestras relaciones con el hombre blanco mejoraran y en recompensa nos cayera, con un poco de suerte, alguna prebenda. Todo el mundo sabe que los indios tienen una economía muy precaria.

Y así, perseguimos al animal por los campos, reorientándolo cada vez que veíamos que se equivocaba de camino y no se dirigía al pueblo por la pista. Imposible, el animal, se empeñaba en cruzar barrizales, pastos y rara vez hacía caso a nuestros gritos, que tan sólo conseguían que el bicho se asustara y acelerara el paso. No se cuantas veces caímos al suelo. Menos mal que no íbamos en caballo, habría sido imposible seguirle. Una vez en el pueblo, todo fue más fácil. Sólo teníamos que seguir al animal. Ya sabíamos que se dirigía junto a su dueño y el resto del rebaño. La acompañamos al trote bajo la luz naranja de las farolas, que acababan de encenderse para recibirnos como nuestro heroico acto se merecía. La asustada oveja se detuvo ante una minúscula puerta en una callejuela y comenzó a balar como una loca. Llámanos golpeando la madera con los nudillos y cuando nos abrió el pastor su cara nos descolocó. No había un ápice de alegría en su rostro. Lo conocíamos de otras tardes por el campo. No nos era agradable, siempre estaba azuzando a aquel perro marrón a las ovejas. Adiós a las prebendas. Agarró a la oveja de mala gana y desapareció en la oscuridad del corral. Al momento apareció su nieto, un niño 3 o 4 años mayor que nosotros que nos explicó, mientras cerraba la puerta, que su abuelo había atado a la oveja para dejarla morir porque estaba enferma y podía contagiar al resto de sus animales.

¡Qué complicado era el mundo del hombre blanco! Bajamos buscando nuestra calle, sacamos un balón y jugamos ,casi en silencio, hasta la hora de la cena.

jueves, 10 de junio de 2010

El Zapato de Estambul



Cuando se puso aquel zapato y se abrochó la trabilla, antes de dar el primer paso, pudo sentir los caminos de su antiguo dueño. En las suelas notó increíbles carreras por las callejuelas de la parte antigua, en las costuras todavía estaban las vibraciones debidas a multitud de goles marcados en el patio de la mezquita y alguna patada traviesa había dejado mella en el cuero marrón. Sin saberlo, había elegido uno de los zapatos mágicos de los que su madre le hablaba cada vez que iban a la zapatería de usado. Había elegido un zapato con memoria.
Tras el shock inicial echó a andar hacia el parque, alegre, con el gesto orgulloso, consciente de que, por primera vez en su vida, sus aventuras serían recordadas.